Lunes de Pentecostés
y el ocho de septiembre,
el día en que la novena
de la Blanca echaba el cierre.
A muchos nos encantaba
bajar por el caminillo,
con riesgo por despeñarnos,
hasta llegar al destino,
donde el pueblo se juntaba
y se hacían tan patentes
la ilusión y la alegría
en un día diferente.
Tras la misa, las campanas
que nos dejaban tocar
a los niños provocando
una emoción especial.
Y, tras los besos y abrazos,
las cuadrillas se juntaban
a organizar las comidas
en los sotos y cabañas.
El día de las meriendas
o los ranchos, para otros,
a mí siempre me gustaba
celebrarlo en algún soto
que congregaba cuadrillas
de muy diversas edades
con lazos de vecindario,
de amistad o familiares.
Se acercaba el mediodía
y llegaban los momentos
que sacaban a la luz
el nivel de fundamento
de las distintas cuadrillas,
pues algunos ya tenían
casi acabado el caldero
mientras los otros pedían
en sucesión de ocasiones
si les sobraba el aceite,
la sal, el ajo o el agua
y pasaba habitualmente
que esos desorganizados,
la gente sin previsión,
no sufría esa escasez
con las bebidas de alcohol.
Pero siempre ambiente sano,
festividad y alegría
e innumerables canciones
al acabar la comida.
Si el tiempo era generoso
había baños en el río,
dejando escenas que nunca
caerán en el olvido
con niños y adolescentes
en el puente de Piezalaparda
convertido en trampolín
igual que en las Olimpiadas.
Y, cuando acababa el día,
mi regreso favorito
cuando alguien subía al pueblo
en su remolque a los niños.
Foto superior: Julio Asunción
Foto inferior: Javier San Juan Arellano