El sistema sanitario
ha ganado en eficiencia
desde que empezó a operar
a través de cita previa.

Pero no tiene solera,
al menos en comparación
con el que existía antes
de instaurar la citación.

Llegabas y preguntabas:
¿quién está el último ahora?
Y alguien te repreguntaba:
¿pa’l médico o pa’la monja?

Y no es que si estabas grave
mejor que rezaran por ti,
es porque era religiosa
la ATS de Lerín.

La cuenta atrás empezaba,
unos salen y otros llegan
hasta que llegaba alguien
desbordado de impaciencia,

obligando a que surgiera
un paciente observador
que a todos enumerara
la perfecta sucesión.

Y si el paciente impaciente
desbordado se veía
y les contestaba “bueno,
yo ya volveré otro día”,

un anónimo susurro
se podía adivinar
cuando alguien balbuceaba:
“qué poco malo estará”.

Cuando aquello prosperaba
abandonabas la sala,
progresando hasta el pasillo
que servía de antesala.

Y, cuando estabas a punto,
de entrar a don Valentín,
la maldición te acechaba
cuando escuchabas decir:

“Mira, ha llegado el viajante”,
que tenía preferencia
pues tampoco había horarios
para el vulgo y la nobleza.

Oh, sistema sanitario
que operas con cita previa,
te cargaste el ambientillo
que había en la sala de espera.