Ahora que la venta online
ha experimentado un pico
recuerdo la época dorada
de la venta a domicilio.

¡Timbre! Mi abuela gritaba
si era la leche o el pan
pues había pocas cosas
que le fastidiaran más

que cargar con la perola
y encontrarse al panadero,
hacer ese viaje en balde
le causaba desespero.

Eran las dos ocasiones
para el contacto social
cuando el barrio se juntaba
para la leche y el pan.

Luego había otros servicios
que operaban por encargo:
las gaseosas de Confort
y Mari con el butano.

Los que venían de fuera:
el relojero, los jueves,
la florista de San Fermín
y el de fundas para muebles.

Iban con los altavoces
pero, para megafonía,
la armónica del afilador
que tanto le distinguía.

Había quien iba pie,
aquél era el alfombrero,
con la mercancía al hombro
recorría todo el pueblo.

Y, entre tanto vendedor,
un perfil de comerciante
que poseía el derecho
a ser llamado “viajante”.

Con su cartera de cuero,
en tan sólo un periquete,
montaba demostraciones
de cuchillos y sartenes.

Con un público exigente,
primas, hermanas, vecinas,
convirtiéndose en plató
el salón o la cocina.

Quien piense que la compra en casa
es un negocio boyante
tal vez nunca conoció
la compra en casa de antes.

Trato personalizado
pues sabía el panadero
quién quería el pan más blanco
y quién prefería muy hecho.

Clasificaba y le daba
a cada uno la pieza
con el tono preferido
del color de la corteza.

Fotos cedidas por Florencio Aranda