Nací en un pueblo que siempre ha vivido en guerra, con un ejército que lucha cada día por defender mi territorio. Dos sonidos son la banda sonora de mi vida: el que producen las aguas del río junto al que vivo y el ruido de las espadas que, desde el otro lado del monte, llegan a mi orilla. Las historias que mi padre me contaba desde niño trataban siempre de guerreros que lucharon cada día por mantener vivo el honor del pueblo: unos murieron en batalla y otros sobrevivieron a todas ellas dejando este mundo junto al fuego de su hogar. Pero mi historia favorita era la de un guerrero, al que apodaron “la Bruja”, quién sabe si era por su aspecto físico o porque dentro de su cabaña era capaz de fabricar una pócima con la que nunca conoció el miedo. Siempre se lanzaba encabezando las hordas y le daba igual si terminaba la batalla levantando su espada en alto con su caballo pisando las hogueras o si acababa en el suelo malherido. Una vez el rey lo llamó para que se uniera a su ejército pero él sintió compasión por los regidores del pueblo y se quedó aquí sin que nadie notara un antes y un después.
Desde pequeño, yo supe que nunca valdría para la lucha, por eso busqué un trabajo entre aquellos que preparaban cada noche la comida para los guerreros, los que curaban sus heridas, los que limpiaban sus espadas o los que remendaban sus ropajes y, como mi sitio está junto al río, decidí ser el que llenaba su cubo de agua para llevarlo al lugar adonde todas las noches regresaban los guerreros y que ése agua fuera el que ellos bebieran y con el que limpiaran sus heridas.
Como era de esperar, llegó un día en que “la Bruja” dejó la primera línea y ocupó un lugar en la roca más alta desde la que gritaba a los guerreros dirigiendo sus movimientos. Nunca olvidaré la noche en que, de regreso a la aldea, la Bruja me sonrió cuando cogió el cuenco de agua con sus manos.
En un frío atardecer, cuando estaba dormitando a la orilla del río recordando historias de batallas, el río me susurró que podía ir cada noche al bosque y escribir con mi navaja en las cortezas de los árboles esas historias y las que surgiesen cada día y eso hice. Cada noche, cuando los guerreros terminaban su agua, yo recogía mi cubo para volver a casa, me adentraba en el bosque y, con la luz de la luna o completamente a oscuras, escribía en los árboles lo que mi corazón me pedía.
El pueblo estuvo dos veces a punto de ser devastado por las antorchas de los pueblos invasores pero la Bruja siempre encontró la manera de ordenar a sus hombres para evitarlo. También sucedió que algún rayo cayó al junto a la roca en el que el eterno guerrero se subía cada día pero la fuerza de su cuerpo fue capaz de sobrevivir a la descarga.
Un día, cuando subía el agua a la plaza del pueblo, escuché que los gobernadores del pueblo habían ordenado al emblemático jefe guerrero a bajarse de su roca porque decían que habían conocido a otro jefe procedente de otro pueblo que sería capaz de dirigir mejor nuestro ejército. Desde entonces, le pido al río que me despierte de ese mal sueño pero pasan los días y el viento ya no me trae la voz del jefe guerrero de mi vida. Solo el río entiende mi pesar, solo el río sabe por qué ya no soy capaz de levantar el peso de mi cubo y llevar el agua como hice toda mi vida pero ni siquiera el río sabe en qué lugar del bosque he perdido mi navaja.